«Lo minúsculo», palabras de Alejandro Giraldo a nuestros graduandos
Palabras de Alejandro Giraldo en el almuerzo de graduandos del segundo semestre del 2019 que tuvo lugar el 8 de octubre. Alejandro es gestor del Centro de Investigación y Creación, egresado de Arte y Literatura, y de la Maestría en Literatura de nuestra Facultad.
Lo minúsculo
Por: Alejandro Giraldo Gil
Mi última obsesión poética, una señora portuguesa que escribe poesía y que se llama Adília Lopes, tiene una manera particular de enfrentarse a las cuestiones inexorables e inmensas de la vida. En uno de sus poemas (que es, además, uno de mis favoritos) ella afirma “la poetisa es la señora del servicio | arregla el poema | como arregla la casa | porque la entropía amenaza | como terremoto cada día” (Lopes, Escribir un poema 149). Para ella, una casi-científica desertora de la Facultad de Ciencias, la entropía es una cuestión inexorable de la vida: el cosmos está destinado al caos, es decir, el caos es realmente el único orden verdadero del universo y el destino de todos los fenómenos que lo componen. Pero volvamos a la casa, a lo pequeño: en palabras más acordes con Adília, todo está destinado siempre al desorden. La cocina se desarregla, el cuarto se desordena, la cama se destiende, el polvo cae, la fruta se descompone. Mantener el orden parece fútil.
Pero Adília nos exhorta a ordenar. Ella abre ese mismo poema diciendo: “Es necesario desentropiar | la casa | todos los días | para posponer el Kaos” (149). Es necesario levantarse y tender la cama, hay que lavar los platos, comerse la fruta antes de que sea muy tarde y limpiar el polvo antes de que los gatos comiencen a jugar con cucarachas furtivas. Hay que arreglar la casa como la poeta arregla el poema: recogiendo los trastos, el polvo y el amor, y dejándolos en la basura, el libro. El poema se llama “Alabanza de la basura”.
Adília, una mujer que, como dije, desertó de la Facultad de Ciencias, nos confiesa a lo largo de toda su poesía que su cabeza está maltrecha (por eso desertó). Y nosotros, como por regodearnos en nuestros propios clichés, nosotros —supuestos detractores de las lógicas logocéntricas de la razón, eternos “diferentes”— podríamos alegar que estamos igual. Pero la cabeza de Adília está verdaderamente maltrecha; sus neurotransmisores, aquellos chips implicados en la tarea de vivir, verdaderamente le fallan. Adília, más literal que románticamente, reconoce que la poesía la salva; el arte la salva; la filosofía la salva. Por eso entra a la Facultad de Letras. Cuando Adília arregla la casa, limpia el polvo. Cuando limpia el polvo lo bota en la basura. Ese es su símil para “desentropiar”: la casa es su cabeza, el polvo son las palabras con las que arma sus poemas, la basura el libro en el que terminan. Si Adília no limpia el polvo, su casa se llena de suciedad. Si no escribe, termina en el verdadero manicomio. Si lo hace, si sí escribe, puede poner en orden su casa, a pesar de la entropía, y recordar así (como lo hace en su poema “Chips implicados”) que el Dios de Spinoza, de Baruch Spinoza, es ese que existe en la parte del todo, ese que es manifiesto en lo más ínfimo: el neurotransmisor divino de una vieja lunática.
Les cuento estas cosas porque a veces es necesario recordar que, como afirma Eugenio Montejo (otro poeta), “sólo trajimos el tiempo de estar vivos | entre el relámpago y el viento”, y como ese tiempo es tan inmensamente ínfimo, a veces se nos van los días pensando en los grandes gestos prosopopéyicos y dejamos las cuestiones pequeñas para usarlas en frases igual de prosopopéyicas, como jugando a que somos más grandes que la mota de polvo que se acumula en un rincón de nuestras casas y que usamos luego como imagen retórica. Y no. Por eso, no estoy seguro de querer emprender hoy con ustedes un recorrido nostálgico (y prosopopéyico) de mi tiempo aquí (que ya es mucho). No tengo para ustedes un recorrido largo en el que visitemos cada momento en cada edificio, en cada clase y en cada taller. No. Quisiera, más bien, compartir con ustedes —un poco, y de manera muy breve— algo lo que aprendí con mi tiempo, el que traje conmigo para estar vivo, y que he pasado aquí.
Les cuento rápidamente que aquí estudié Arte y Literatura. En los ratos libres me metí a todos los coros que hubo y en algún punto me dio por estar en un par de revistas. Y, como si nada de eso me hubiera bastado, aquí volví más tarde a estudiar más literatura. Porque hacer cada una de esas cosas que he hecho aquí es mi manera de arreglar la casa: de limpiar mi polvo. Porque aquí me di cuenta que a la casa hay que arreglarla todos los días, de a poquitos. Y porque aquí me di cuenta que lo mío (y, quizás también, lo nuestro) son las letras minúsculas.
Verán: aquí quedé convencido que nosotros nos encargamos de cuestiones minúsculas. Los textos más grandes están tejidos con letras minúsculas. La música se escribe con pepitas minúsculas. En la magnitud de los cuadros, las pinceladas que los componen parecen minúsculas. Las artes, digamos, están hechas de cosas minúsculas. Su gesto, su encanto, su mínima particularidad, es que hablan siempre desde lo minúsculo para intentar darnos una idea de lo mayúsculo —del cosmos y de su caos inherente—. Y si no miramos con cuidado, ese gesto nos pasa desapercibido. ¿La mosca en la fruta en un Vanitas de Claessen? la muerte. ¿Las disonancias en el segundo movimiento del Gloria de Vivaldi? el dolor humano. ¿Los poemas y cantares de gesta? la fundación de las sociedades. ¿Los alabaos del Pacífico? tradiciones coloniales que se entretejen con la música y las memorias y las historias y la vida y la muerte de cientos de comadres de ayer y de hoy. Y así, ad infinitum.
Las artes, las que estudiamos aquí (ya sea para hacerlas, crearlas, ya sea para hablar de ellas y estudiarlas en el sentido escolástico), son como metáforas parciales para hablar de cosas más grandes, sin necesidad de nombrar su totalidad. Alegorías. El arte, la música, la literatura (sus historias, su teoría, sus variaciones humanísticas), son casi siempre la parte por el todo. Son como el aleph de Borges —ficticias, artificiosas, imposibles—, a tres grados lejos de la verdad, pero siempre allí, como un reflejo pequeño de sistemas más complejos. Son el artificio de lo minúsculo que se quiere hacer pasar por lo mayúsculo sin serlo. Y que lo logra. Porque es que, justamente, de eso también está hecho el mundo: de cosas minúsculas. Los que estamos aquí tenemos el inmenso privilegio de poder dedicarnos a las cosas minúsculas y a sus minúsculos reflejos para hablar de la vida. Eso fue lo que aprendí con mi tiempo aquí: a mirar las cosas minúsculas, a intentar ponerles un poco de orden a pesar de la inminencia del desorden; a darles un poco de sentido frente a la inexorabilidad del sinsentido, y a hacerlo nuevamente, y volverlo a hacer, de a poquitos.
Y es que, si lo piensan, pareciera que el mundo propende por la fijación eterna de sentidos axiomáticos: la macroeconomía, el Mercado, la Historia, la Civilización. De repente todo tiene que hacerse agigantado. ¿Para qué? En un mundo donde todo tiene que ser grande, donde se premia el crecimiento desmedido (porque, aunque decimos que por algo se empieza, si no se termina grande pues qué falla), en un mundo donde hay que ser grandes sólo por serlo, donde todo se desboca hacia una falsa inmensidad, los invito a que seamos minúsculos. Sincera, quebrada, imperfectamente minúsculos. Dejémosle el humo prosopopéyico y las pretensiones grandilocuentes a los nuevos emprendedores, que sí son verdaderos imitadores, excelentes prestidigitadores y reproductores de las últimas modas y tendencias de esas cuestiones mayúsculas. Dejémosles a ellos sus preocupaciones por lo agigantado, sus necesidades de magnitud. Además que, nota al pie, decía un tipo en Twitter hace poco que “crecer por crecer es la filosofía de la célula cancerígena”. Dejémoslos. Ellos, los prosopopéyicos, tampoco son libres de la inexorabilidad de la entropía: a ellos también les tocará lavar los platos y limpiar el polvo, llorar un poco y recogerse, como nosotros. Pero yo creo que nosotros, en el polvo, sí podemos ver la inmensidad.
Entonces dediquémonos, tranquilos, a las cosas minúsculas que nuestras disciplinas nos regalan, en cada una de sus mínimas particularidades. Dediquémonos al gesto, propongámosle un orden, incluso con la certeza eterna del desorden. Dediquémonos al movimiento de la mano, el tono de la voz, el estudio de las historias, el hilar del párrafo, el color de los mantos, el ejercicio analítico de la mirada. Porque es que como dijo una compañera mía hace unos años, “[e]s cierto que lo que uno hace no es lo que uno es, pero al hacer se aprende a mirar” (María Gómez Lara), y si algo aprendemos todos nosotros aquí es a mirar. Mirar, digo, como detallar. Nuestros quehaceres están en el detalle, nuestra destreza está en el detalle: en hacerlo, en estudiarlo, en hablar de él. Lo nuestro es lo minúsculo. Dediquémonos a lo minúsculo porque en lo minúsculo podemos decir (decirnos), nombrar la vida, nada más. Que lo minúsculo sea su forma, nuestra forma, de estar en el mundo. Al fin y al cabo, el neurotransmisor —nos recuerda Adília Lopes— es una cosa pequeña.