Ay, Mercedes

Primero estaba el mar. Luego, los kilómetros de plantaciones de banano de la zona que atrajeron a los gringos como la plaga. Entre ellos, las famosas e incompletas vías del tren que trasladaron al mítico bisabuelo del Viejo Continente a colonizar estas tierras salvajes. Y aquí estamos nosotras, de espaldas al mar, desayunando cayeye en una casa con porche y angeo, a lo gringo, maltrecha y carcomida por el salitre, que nos dejó ese pariente europeo cuyos restos se pudren en una tumba de rico.  

Aquí estoy yo, sofocada entre el rumor de las faldas de mis tías, entre el rumor de la radio, entre el rumor de las hojas secas que revolotean con las dos o tres hilachas de brisa que soplan cuando se les da la gana. Sofocada por este calor que se me pega a la piel y por el peso de mi tarea apoteósica: siete páginas para prolongar la indignación histórica regional.   

— Mija, pásame la mantequilla —me dice tía Josefa.  

La mano robusta de mi tía abuela me quita el envase amarillo de las manos. Comienza entonces la ceremonia. Los guineos humeantes se ahogan en dos o tres cucharadas generosas de mantequilla. Tía Josefa tampoco escatima en el queso salado, que cae sobre su plato como si fuera nieve. Una vez satisfecha, mezcla todo con el tenedor. Años de opresión campesina, de colonización gringa, de dolor patrio y lucha de clases para quienes todavía creen en eso, todo revuelto con el tenedor de la tía. El grito del trabajador de la yunai: “¡les regalamos el minuto que…!” apagado con el bocado vigoroso, bien olvidado con el trago de café con leche. 

Me voy antes de que comience la sobremesa. Como siempre, mi excusa es el trabajo. Y como siempre, no me salva de las pullas. Que esa niña se la pasa es trabajando. Que el tiempo de familia también es importante. Que eso del periodismo no es para señoritas. Que para cuándo el matrimonio. Los reclamos se van distorsionando conforme me alejo del comedor. Para cuando llego a la puerta de mi cuarto ya no distingo quién dice qué. Quizás el tema de conversación ya no sea yo, sino la hija de la vecina o el calor o algún chisme de revista. 

Estoy apelmazada, embalsamada en sudor. Abro la ventana de mi cuarto, pero da lo mismo. El aire es tan caliente que se siente espeso. Prendo el abanico y me acuesto sobre la hamaca frente a él. Entre el calor y la llenura no me dan ganas ni de pensar. Sin muchas ganas agarro el cuaderno que dejé tirado la noche anterior. Releo, con toda la pereza y parsimonia posible, las anotaciones: fechas, citas de novelas, datos sacados de informes y libros de historia, ideas sobre cómo empezar o terminar algo que todavía no tiene forma. Crónica o reportaje, las especialidades que me han condenado a no aspirar a la corona de Miss Universo o al premio a la ama de casa más abnegada. 

Dejo caer el cuaderno. Cierro los ojos e intento concentrarme en el vaivén del abanico. Pienso en la ducha helada que me daré en la tarde. La sola idea me suena reconfortante. Bajo un pie de la hamaca y empiezo a mecerme suavemente. A lo lejos escucho el paseo de moda, que los locutores han puesto en la radio hasta el cansancio, pero que nadie se ha cansado de escuchar todavía. Tiene una letra triste, como casi todos. Me imagino a Melba, la nana de toda la vida, aferrada a la escoba y con el radio pegado a la oreja.  

El acordeonero da las últimas puntadas a su instrumento. La voz del locutor me borra la imagen de Melba, tan encorvada y frágil como esta casa. Entonces entra a mi cabeza la conversación en la que mi jefe me comprometió a relatar con rigor periodístico algo que salió de una cabeza envalentonada. 

— Usted es la costeña, ¿no?  

— Sí Señor.  

Llevaba casi un año trabajando en el periódico. Era una de las tres mujeres en la redacción y la única que no le hablaba de usted con un acento semi-cantado igual al suyo. La pregunta sobraba, pero él es el tipo de persona que ama establecer lo obvio para sentirse bien consigo mismo.  

— ¿De dónde? 

— De Santa Marta. 

— Mire usted qué conveniente. Necesitamos una nota sobre la masacre de las bananeras.  

Si mi jefe vio mi cara de aburrimiento, hizo caso omiso y siguió dando sus instrucciones:  

— Algo sencillo, bonito, como para conmemorar el aniversario y mantener a todo el público contento, usted sabe —dijo con su voz de falsa complicidad.  

Yo solo asentí. Intenté volver a la columna que debía entregar esa misma tarde, pero mi jefe tenía ganas de seguir hablando.  

— ¿Sabe? estuve allá hace poco. Unas playas espectaculares, pero muy poca cultura. Ni una sola biblioteca, ni librerías, ni nada. De verdad que no sé cómo hacen.  

— No hay libros y por eso toca inventarnos las historias —respondí sin siquiera mirar al hombre cuya silueta bajita y redonda me tapaba la luz.  

Esa frase, que tanta gracia le hizo a mi jefe, se queda dándome vueltas en la cabeza. Miro a mi alrededor. Las paredes blancas con parches más oscuros en donde pegué mis posters en la adolescencia. El cristo pegado a la pared con la mirada clavada en la imagen de alguna virgen, el único otro adorno en la pared de enfrente. Los clavos donde alguna vez hubo cuadros y fotos familiares. Mis lecturas de niñez y adolescencia amontonadas en estantes decrépitos. 

Este cuarto no solo contiene mis historias, sino también las de mi abuela durante su corta soltería. Por mucho tiempo pisoteé sus recuerdos sin mayor reparo. Hoy pienso en ello con detenimiento, quizás porque el cuarto está igual a como ella y yo lo dejamos. Yo me fui a estudiar y ella a diluirse en un matrimonio infeliz, pero ambas dejamos en él un sentimiento de vacío y el polvo de dos adolescencias separadas por tres generaciones.  

Me imagino a mi abuela en su juventud en este mismo cuarto. La imagen aparece en mi cabeza casi como si la hubiera presenciado y la recordara, con sus vestidos de encaje, enviados desde Les Champs Elysées por la familia parisina que nunca conocería. La historia se desenvuelve frente a mis ojos como una película:  

La abuela, que entonces está lejos de serlo, es la más joven de las tres hijas de Jean Garnier Donat, un napoleón tercermundista que armó su modesto Versailles entre las casas de los altos funcionarios de la United Fruit Company. Mercedes, como sus hermanas Josefa y Bernarda, entiende muy poco de trenes, pero sabe que gracias a los vagones que recorren la región cargados de banano ella puede ponerse los pendientes de Tiffany & Co. y bailar Charleston en el club social. Hace parte de la crema y nata de un puerto sucio cuyo mar le parece el límite del universo. Mercedes es una señorita bien: educada para sonreír, chismosear y figurar.   

Un cinco de diciembre, Mercedes decide ponerse un vestido nuevo que está esperando todavía en su forro. No hay fiesta en el club ni reunión con las amigas. No hay un evento programado ni visita de su pretendiente de turno. Pero ella no puede esperar al siete de diciembre o al veinticuatro o al treinta y uno para estrenar. Se pone su bata negra con pliegues dorados. Se inspecciona frente al espejo y se siente como una reina.  

Mientras se peina los bucles, taconea al ritmo de una canción que escucha a lo lejos. Es música de negros, como diría su madre, de aquellas que nunca tocaría la banda del club y que Melba, la empleada de su misma edad, le enseña a bailar en secreto. Vivaz, la joven Mercedes, y más alegre que sus dos hermanas juntas. La emoción no se le empaña ni cuando se da cuenta de que el sereno de aquella mañana se torna en una tormenta.  

Sale al encuentro del resto de la familia en el comedor. Para su deleite, al entrar se encuentra con una inesperada visita para el desayuno. Mr. Brown, el director general de la United Fruit en persona, se encarga de que le lluevan cumplidos. El padre le dice en su español afectado que se ve très belle antes de continuar con la conversación de hombres. Mercedes, triunfante, toma su puesto en la mesa. Se sienta entre sus hermanas y frente a su madre, quienes intentan casi ni respirar para no interrumpir la conversación de los hombres.  

A considerable group– dice Mr. Brown, mezclando su mal español con un inglés pulcro.   

— ¿En la estación? —responde el padre, más concentrado en su desayuno que en la alarma de su socio.  

Yes, yes. Dicen que no se van a mover.   

— ¿Y qué dice le commandant?  

He says everything’s alright.   

— Entonces, no hay problème.   

I hope so, Mr. Garnier. De todas formas, el commander prometió que traerá refuerzos.  

— No son nécessaires. Con tal de prometerles trago tout ira bien. Así son estos trabajadores  

I can’t wait for the marines to arrive, —interrumpió el señor Brown—, por si quieren quemar su tren. 

Las hermanas miran al padre ante la mención del dichoso tren. Él niega con la cabeza, como desacreditando las palabras del director. “Exagérations”, dirá después. El resto de la comida prosigue como si nada. Mr. Brown hace un par de referencias más a una supuesta revuelta campesina, de la que nadie en la casa se había enterado. A Mercedes, expresiones como “cuadrilla de malhechores”, nunca antes escuchadas, le quedan sonando por el resto de la mañana, pero no dice nada a nadie.  

Hacia las horas de la tarde, el aguacero continuo cobra tanta fuerza que el agua empieza a colarse por todas partes. Aparecen goteras donde no las había. Se humedecen los marcos de las ventanas. Hay tantos charcos alrededor que Melba se rinde con el trapero. Las hermanas y la madre se sientan en la sala sin nada que hacer. Ni siquiera pueden escuchar la radionovela de la tarde porque el radio solo capta estática. 

— Ya no sabremos si María Elena y Jorge Luis se casan —dice la madre tras un suspiro de frustración.  

— Ni qué pasa con María Dolores y Raúl Eduardo —responde Josefa, quien canceló compromisos y visitas durante meses por seguirle la pista a la historia. 

Mercedes ve la lluvia caer a cántaros. Las calles se tornan en ríos. Con los truenos, el cielo parece reventarse. La madre, asustada por el apocalipsis bíblico, se pone a rezar un rosario junto a Bernarda, la hija mayor y la más pía.   

— Dios te salve María llena eres de gracia el señor es contigo. 

Josefa se le acerca a la hermana menor, ensimismada en la lluvia. En la cabeza de Mercedes hierven las palabras de Mr. Brown y las de su propio padre. A lo lejos, entre el temporal, pretende ver la estación con el grupo considerable de campesinos. Pocas veces se ha encontrado la joven a un campesino de la zona y a la estación de Ciénaga solo ha ido en una o dos ocasiones. Esos no son sus predios. Pero intenta visualizarlo. Le cuesta mucho menos ver a los refuerzos del comandante, con todos los militares que le han pedido baile en las noches de Charleston. Se imagina las ametralladoras de las que ha escuchado entre una y otra canción.   

—¿Será que los matan?  

 La pregunta de Josefa estremece a Mercedes.  

— Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.  

— ¿A quiénes?   

— Pues a María Dolores y a Raúl Eduardo.  

Mercedes le lanza a su hermana una mirada clínica. Parpadea un par de veces, como intentando adivinarle el pensamiento.   

— ¿Será que los matan? —le pregunta Mercedes de vuelta.  

— ¿A María Dolores y Raúl Eduardo? No creo —responde Josefa con convicción.   

— A los trabajadores de la zona.  

— Santa María madre de… ¿de qué estás hablando?  

— De los trabajadores que mencionó Mr. Brown en el desayuno.  

— ¿Y a ti qué te importa eso?  

— No sé —responde Mercedes con aire distraído, aunque sabe que dentro de sí hay algo que no cuadra.  

La madre sermonea a las hijas sobre no meterse en asuntos de hombres y mucho menos en temas de revoltosos y comunistas. Palabras que no entiende, pero que repite con absoluta convicción. Habla de las proezas y la valentía de Mr. Brown y de la gloria máxima del ejército nacional en el que sus propios parientes fueron parte desde la Independencia de la República. La madre se santigua varias veces en medio de su letanía, no vaya y sea que la casa se les llene de un mal que nunca ha visto y que no sabe combatir. En algún punto se da cuenta de que su hija menor no la escucha. Tiene la cara volteada hacia la ventana, la vista fija en un punto del horizonte que no se distingue por la lluvia. No le dice nada y disimula su indignación con la continuación de su rosario.  

Al caer la noche, la lluvia arremete con más fuerza. Se podría navegar por las calles. La región se siente protagonista del diluvio universal. La dichosa huelga que tiene a Mercedes impresionada no se menciona. Al padre le preocupan las plantaciones ahogadas en el temporal. El producto que los trabajadores se han negado a cortar por meses se pierde con el aguacero. También piensa en las líneas del tren que todavía no se han terminado y calcula los costos de reparación. El chiste climático de dios y los huelguistas le saldrá bien caro a la United, pero él tiene su cheque asegurado y por eso se sienta a la mesa tranquilo y jovial. A la hora de la cena, la hija menor luce ausente, pero no se atreve a preguntarle al padre por esos asuntos de revoltosos y comunistas.  

Las luces se apagan más temprano de lo habitual. Mercedes no puede dormir. Da vueltas en la cama, presa de alguna clase de alucinación. Frente a sus ojos se desenvuelven escenas escalofriantes, como si estuviera viendo una película en el cine sin techo de Riohacha. Los trabajadores gritan bajo la lluvia. Los refuerzos del comandante llegan de Barranquilla al punto de encuentro fatal. Apuntan con sus ametralladoras, dispuestos a defender los intereses de la compañía antes de que lo hagan los Marine Corps. La aturde la advertencia del comandante y la estremece el silencio, que no concede, sino que desafía.  

En su película providencial, escucha Mercedes la frase del trabajador sin rostro: ¡les regalamos el minuto que falta! y la ráfaga de metralla. Jura escuchar los disparos a lo lejos, en esa estación que no ha visto más de dos veces. Aguza el oído y puede distinguir los gritos de piedad. ¡Ay, mi madre! Ve a los muertos caer uno encima de otro. Tantos muertos que le oprimen el pecho. Tantos muertos que le da náuseas. Tantos muertos apilados en los mismos vagones que pagan sus pendientes de Tiffany & Co., desechados al mar como si fueran banano maduro.  

Después de esa noche, Mercedes no deja de repetir como loro mojado la historia estrafalaria que no presenció. Para mitigar el rumor de que el mejor prospecto matrimonial de la región ha perdido la cabeza, los padres se inventan una enfermedad de los nervios. Las hermanas, las amigas y los pretendientes la abandonan a su suerte e incluso los padres dejan de hacerle caso. Eso sí, la mantienen encerrada para que los funcionarios de la compañía no la tilden de comunista.  

En las mañanas, Mercedes se sienta en una mecedora en la cocina. Mientras acompaña a Melba a hacer el almuerzo, le cuenta su historia a los trabajadores y empleadas que quieran escucharla. Los días están duros para todos y la moral muy baja. A ninguno de los pobres de la región le viene mal un motivo extra para indignarse o echarle la culpa de sus cargas al gobierno o a los gringos o cualquiera. Por eso, la cocina de los Garnier García se torna en un centro de tertulias para los desocupados, revoltosos y comunistas, avivados por la historia de los miles de muertos echados al mar.  

Para el desmayo de la madre, uno de esos hombres de las reuniones de la cocina, un escritor sin fama ni fortuna, entra por la puerta grande a pedir la mano de Mercedes. El padre acepta de inmediato y la madre llora de rabia, hasta que se da cuenta que es mejor mal casar a la hija loca que perjudicar a toda la familia. La boda se celebra con discreción. La novia no resiste ni se alegra y solo llora mientras empaca sus vestidos para mudarse a un pueblo bien metido en la zona bananera que le trastocó la mente. 

Por un tiempo no se sabe nada de ella. Se dice que el marido la tiene abandonada, que se encierra en su cuarto desde la mañana hasta la noche haciendo quién sabe qué cosas mientras a ella, la pobre, le toca vender las joyas de soltera para alimentar a los hijos. Nadie se atreve a confirmar la realidad, sobre todo con el matrimonio de Josefa con un funcionario de la compañía.  

El silencio se rompe cuando empieza a rondar por el continente la gran novela de la región, escrita por el esposo de Mercedes. Es entonces que la historia de los miles de muertos empieza a sonar entre la gente como algo más que una habladuría de loca. “Si está escrito, algo de verdad debe tener”. El rumor se magnifica y toma giros espectaculares que alimentan el morbo y la indignación. Cada vez que alguien echa el cuento le agrega sus propios detalles truculentos para darle más sabor al asunto. La historia se convierte en un hecho que pasa a los libros de historia. Un político de renombre hace todo un discurso sobre los muertos en el mar Caribe, discurso que le causa la muerte y convulsiona al país.  

En la zona bananera, la United desmantela sus oficinas y se regresa a la tierra de los libres y el hogar de los valientes. La ciudad portuaria parece muerta. Ya no hay Charleston. La crema y nata busca redefinirse entre esa misma indignación. La madre y el padre se encierran en la ruina que los verá morir.  

La reputación de loca de mi abuela Mercedes muere con ella. Su legado para la humanidad es la invención de un dolor novelado, mil muertos de película, un hito histórico sin historia. Recuerdo lo que le dije a mi jefe. Aquí nos toca inventarnos las historias.  

Recupero mi cuaderno y debajo de mis anotaciones escribo:  

Muchos años después, frente a una recua de nietos desinteresados, la abuela Mercedes habría de recordar aquella tarde remota en que no pudo saber el final de su radionovela. 

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Egresada de Literatura, estudiante de la Maestría en Literatura · mc.pepin@uniandes.edu.co

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